Infinito es aquello que no tiene (ni puede tener) término o fin. El concepto procede del latín infinitus y se utiliza en diversos ámbitos, como la matemática, la filosofía y la astronomía.
El símbolo de infinito se parece a la curva lemniscata. No está claro cuál es su origen, aunque se cree que podría proceder de símbolos religiosos o alquímicos muy antiguos.
Números infinitos
Los números ordinales son aquellos que indican la posición de un elemento en una sucesión ordenada que se extiende hasta el infinito. En general puede decirse que los números siempre son infinitos, ya que su sucesión no encuentra límite.
En otras palabras: si uno comienza a contar (1, 2, 3…), deberá decidir cuándo detenerse ya que, de lo contrario, siempre existirá un número que le siga al último.
El término en el lenguaje cotidiano
En el lenguaje cotidiano, la utilización del concepto de infinito no implica necesariamente algo sin final, sino que puede utilizarse para referirse a algo que se presenta en gran número o cuyas dimensiones son muy considerables. Por ejemplo: «Las posibilidades que nos brinda este acuerdo son infinitas», «El motor permite renderizar detalle infinito en cualquier dispositivo gracias a su revolucionario algoritmo».
Infinito también puede ser un lugar impreciso, ya sea por su lejanía o vaguedad: «Cuando miró a través de la cerradura, advirtió que el pasillo se perdía en el infinito».
Paradojas con el infinito
La idea de infinito implica la existencia de diversas paradojas. Una de las más conocidas refiere a un hotel infinito. Esta metáfora, propuesta por el matemático alemán David Hilbert (1862-1943), habla de la existencia de un hotel que puede aceptar más huéspedes incluso si está lleno, ya que contiene infinitas habitaciones.
Según se observe, decir que el universo es infinito se contradice con la oscuridad del cielo por la noche: esta es la base de la llamada paradoja de Olbers. La misma asegura que si el cosmos fuera realmente infinito, entonces cualquier línea trazada desde los ojos de un terrestre hacia el firmamento debería al menos pasar una estrella, con lo cual se apreciaría un brillo constante. El físico y astrónomo Whilhelm Olbers, oriundo de Alemania, dejó constancia de estas ideas durante la década de 1820.
Para que exista una paradoja, en primer lugar debe haber un mínimo de dos razonamientos aparentemente válidos que, al aplicarlos a un mismo tema, devuelvan resultados opuestos. En este caso, si se considera aceptable la teoría de un cielo siempre brillante entonces se trata del razonamiento que se opone al utilizado por los astrónomos que aceptan un espacio negro entre las estrellas.
Ya desde el siglo XVII, mucho tiempo antes del nacimiento de Olbers, varios astrónomos advirtieron esta paradoja; tal fue el caso de Johannes Kepler, también alemán, quien se valió de ella para complementar sus estudios acerca del universo y su supuesta cualidad de infinito; a principios del 1700, Edmund Halley, proveniente de Gran Bretaña, intentó justificar el hecho de que existieran zonas oscuras en el cielo proponiendo que, si bien el Universo es en efecto infinito, las estrellas no presentan una distribución uniforme.
El trabajo de este último sirvió de inspiración para Jean-Philippe Loys de Chéseaux, suizo, quien estudió la paradoja y sugirió dos posibilidades: el universo no es infinito; lo es, pero la intensidad de la luz proveniente de las estrellas disminuye velozmente con la distancia, quizás a causa de algún material espacial que la absorbe.
Olbers, de manera similar, propuso la presencia de alguna materia que bloqueara gran parte de la luz de las estrellas, en su intento de explicar los espacios oscuros. En la actualidad, se cree que esta solución no es posible, dado que dicha materia debería calentarse con el paso del tiempo hasta brillar tanto como una estrella.