El concepto de decepción proviene del vocablo del latín tardío deceptio. El término alude a la congoja o la angustia que se experimenta a partir de un engaño o una traición. Por ejemplo: “No puedo creer que me hayas mentido: siento una decepción muy grande”, “Haber sido estafado por mi cuñado fue una decepción porque confiaba en él”, “¡Qué decepción! Mi compañero de trabajo resultó ser un traidor que me delató ante el dueño de la empresa”.
Tomemos el caso de un joven que le brinda alojamiento en su casa a un amigo que está pasando un mal momento. Algunos días después, su amigo se marcha sin avisar. El muchacho que lo alojó en su hogar luego descubre que le falta dinero que guardaba en un cajón: su amigo se lo había robado. La víctima, más allá de la pérdida material, siente decepción por haber sido traicionado.
La idea de decepción también se emplea respecto a la sensación que alguien tiene cuando no se cumplen sus expectativas o cuando algo no se desarrolla de acuerdo a lo que esperaba: “El décimo puesto del seleccionado en la última Copa del Mundo fue una decepción”, “La renuncia del entrenador en medio del torneo causó una honda decepción en todos los jugadores”, “La prensa alemana definió el último disco del artista como una decepción”.
Supongamos que el tenista que ocupa el primer puesto del ranking mundial queda eliminado de la primera ronda de un torneo importante que, siendo el máximo favorito, aspiraba a ganar. Para la prensa, el deportista resulta la gran decepción del evento: todos esperaban verlo disputar las instancias decisivas.
La decepción es uno de esos conceptos especialmente difíciles de definir porque no sólo se manifiesta de forma diferente en cada individuo, sino que puede tener una repercusión muy negativa en sus allegados. Así como el amor o la felicidad, cada persona puede sentir decepción por diferentes motivos, ante diferentes estímulos; sin embargo, esta pena que nos invade cuando los demás no están a la altura de nuestras expectativas puede hacerles mucho daño en algunos casos.
Los padres suelen depositar en sus hijos muchas expectativas de manera inconsciente: desde que nacemos, se espera de nosotros que seamos buenas personas, que tengamos una gran inteligencia, que nos convirtamos en profesionales exitosos y formemos una familia, entre otros objetivos que nuestros mayores nos imponen casi sin darse cuenta. ¿Cómo cumplir con todos ellos, y los que aquí no se mencionan? ¿Qué ocurre si no se condicen con nuestras propias metas?
A menudo los hijos decepcionan a sus padres por no cumplir de forma responsable con sus obligaciones estudiantiles, por negarse a trabajar, por tener amigos que no sean bien vistos por ellos o incluso por vestir de una determinada forma. Día tras día, durante años, muchos jóvenes deben enfrentarse a ese gesto tan hiriente, a esa mirada deseperanzada, a esas palabras y esos comentarios que pesan más que el acero mismo: ¿Por qué no eres como tu hermano?», «No entiendo qué le ves a tu amigo», «Deberías sentar cabeza».
Cargar con la decepción de alguien a quien amamos y que, en su momento, nos juró amor eterno es uno de los mayores desafíos de la vida adulta. En gran parte, es por comentarios como los del párrafo anterior y por este nivel tan absurdo y arbitrario de exigencias que muchos hijos se distancian de sus padres en cuanto alcanzan la mayoría de edad; de hecho, algunos de ellos dejan de hablarles para siempre, porque no pueden o no quieren soportar esas presiones que consideran injustas, ya que esta clase de padres no toma en cuenta los deseos y los sentimientos de sus hijos, sino solamente los suyos.