La noción de fracking no forma parte del diccionario de la Real Academia Española (RAE). El término, de todos modos, se utiliza con frecuencia para aludir a un método que permite extraer petróleo y gas de yacimientos no convencionales.
El fracking, también llamado en nuestro idioma fractura, fracturación o estimulación hidráulica, se basa en el desarrollo de la perforación de un pozo horizontal o vertical para generar canales que, mediante la inyección de agua a alta presión combinada con ciertos productos químicos, provoquen una fractura o amplíen aquellas que ya existen en el sustrato rocoso que contiene el hidrocarburo. De esta manera, el petróleo o el gas salen a la superficie.
Los hidrocarburos se definen como compuestos orgánicos, es decir, moléculas cuyo contenido se basa en el carbono (pueden tener otros elementos, aunque con menor frecuencia) que forman enlaces carbono-carbono y carbono-hidrógeno. En el caso particular de los hidrocarburos, su composición cuenta únicamente con hidrógeno y carbono. Se trata del tema principal de la química orgánica. Sus cadenas de carbono pueden cobrar varias formas: tanto lineales como ramificadas, a la vez que abiertas o cerradas.
Esta técnica se hizo muy popular en los últimos años ya que, al subir el precio de los combustibles, su metodología se volvió rentable. Sin embargo, existen muchos detractores del fracking por el peligro que supone para el medio ambiente.
Desde la industria del petróleo y el gas afirman que el fracking presenta riesgos similares a los del resto de las tecnologías que se aplican en el sector. Además destacan que el fracking permite explotar hidrocarburos que, hasta entonces, resultaban inaccesibles, generando beneficios económicos y ayudando a satisfacer una demanda energética que no deja de crecer a nivel mundial. Se estima que la producción de gas natural en Estados Unidos aumentó en un 35% desde 2005 gracias a la aplicación del fracking, lo cual supuso un importante ahorro porque ya no era necesario importarlo.
Quienes se oponen al fracking, en cambio, sostienen que esta técnica tiene un impacto ambiental muy elevado: demanda el consumo de grandes cantidades de agua y contamina la superficie, los acuíferos y la atmósfera. Incluso aseguran que, con el auge del fracking, aumentó la actividad sísmica por la inyección de fluidos en el subsuelo.
A pesar de que el fracking siga teniendo mucha relevancia en la actualidad, es importante señalar que se originó en el siglo XIX, más precisamente en la década de 1860, en los Estados Unidos de América. En sus comienzos, el subsuelo se inyectaba con nitroglicerina, un compuesto orgánico que se consgiue tras la mezcla de glicerina, ácido sulfúrico y ácido nítrico concentrado. Desde 1930, los ácidos comenzaron a reemplazar los explosivos, pero fue recién en 1947 que los expertos consideraron el uso de agua.
Dos años más tarde, la compañía Stanolind Oil empezó a utilizar este método de manera industrial. El fracking no tardó en llegar a otras partes del mundo, ya que para comienzos de la década siguiente lo adoptaron en varios países europeos y africanos, entre los que se encuentran: la Unión Soviética, Polonia, Noruega, Yugoslavia, Checoslovaquia, Francia, Austria, Hungría, Bulgaria, Italia, Turquía, Rumania, Argelia y Túnez.
Si hablamos de fracking, es común que surja el nombre de Geroge P. Mitchell, a quien consideran en la actualidad como el padre de esta técnica en su versión moderna. Este reconocimiento se debe a que lo volvió viable económicamente en el yacimiento Barnett Shale: consiguió reducir los costes hasta alcanzar que por cada millón de unidades térmicas británicas (BTU) la inversión necesaria fuera tan sólo de cuatro dólares. De este modo, llevó a su compañía, Mitchell Energy, a convertirse en la primera fracturación hidráulica activa comercialmente en el año 1998.