El adjetivo humanoide se emplea para calificar a aquello que tiene características o apariencia de un ser humano. El concepto se vincula al antropomorfismo, que consiste en atribuir rasgos humanos a un objeto o a un animal.
El antropomorfismo obedece a una tendencia de la psicología de nuestra especie. El Homo sapiens tiende a personificar a otras especies o a cosas reales o abstractas, confiriéndoles propiedades humanas. De este modo, un robot o una criatura mitológica pueden considerarse humanoides.
Los androides son un claro ejemplo de seres humanoides: se trata de robots antropomorfos que, además de tener aspecto humano, emulan cuestiones propias de la conducta del hombre de forma autónoma. Los primeros androides fueron imaginados en el terreno de la ficción, aunque con el tiempo los científicos desarrollaron las tecnologías necesarias para crear humanoides reales. En la actualidad, este tema es de gran interés para los tecnófilos, aunque todavía estamos lejos de poder comprarnos un androide capaz de charlar y convivir con nosotros como si fuera una persona más.
Uno de los humanoides de esta clase más populares es ASIMO, un robot desarrollado por Honda. La empresa japonesa presentó este androide en 2000 y sorprendió por su autonomía y sus movimientos.
Frente a estas creaciones provenientes de los campos de la robótica y la inteligencia artificial, existen diversas posturas que responden al grado de interés pero también a cuestiones de tipo moral. A grandes rasgos podemos distinguir a: los que esperan ansiosamente el surgimiento de androides que interactúen con nosotros como lo haría otro ser humano; los que no encuentran esta idea especialmente atractiva; aquellos que se oponen a ella rotundamente. No es necesario explicar las razones que impulsan a los primeros dos grupos a sentirse entusiasmados o indiferentes, ya que probablemente se trate de gustos personales, pero el último tiene sus raíces en otras cuestiones, como ser la religión.
Un robot de aspecto humanoide puede parecer todo un logro tecnológico para muchos, pero también un atentado contra la naturaleza y un intento de «jugar a ser Dios» para otros. La ciencia y la religión nunca han ido de la mano, y de hecho suelen oponerse en casi todos los terrenos en los que se cruzan. Mientras que los primeros no pueden saciar su sed de manipular la propia existencia, los segundos consideran que tal poder solamente debe estar en manos de una divinidad.
La idea de humanoide también aparece cuando se habla de extraterrestres. Se entiende que un extraterrestre es un ser vivo que no nació en el planeta Tierra: hasta el momento, la ciencia no ha podido demostrar que estos seres existan, y por esta razón los extraterrestres pertenecen al ámbito ficticio o de la especulación.
A la hora de imaginar cómo serían los extraterrestres, muchas veces se los describe como humanoides. Categorías como los grises, los hombrecillos verdes, los gigantes y los nórdicos aluden a extraterrestres que tendrían dos piernas, dos brazos, una cabeza y dos ojos, al igual que los humanos.
Lejos de ser una virtud, esta tendencia a imaginar a los seres de otros planetas con características físicas y culturales similares a las nuestras no es otra cosa que una limitación muy propia del ser humano. Esto se relaciona con nuestra dificultad para entender la nada, el infinito y el origen del universo. ¿Cómo contemplar la posibilidad de vivir sin los cinco sentidos que creemos indispensables, o con otros que ninguna especie de nuestro planeta posea? ¿Cómo idear una cultura que no necesite alimentarse, o respirar, o que no viva en sociedad? Estas posibilidades nos llevan más allá de nuestra imaginación, y por eso surge la necesidad de adjudicarles rasgos humanoides a los seres imaginarios.