Lo irreversible es aquello que no se puede revertir: es decir, que no es posible que recupere la condición, el estado o la propiedad que tuvo con anterioridad. Cuando algo es irreversible, no tiene vuelta atrás.
Por ejemplo: “Los médicos del hospital informaron a los familiares que el estado del paciente es irreversible”, “La postura de los senadores oficialistas es irreversible: no están dispuestos a apoyar el proyecto de ley que será votado mañana”, “El final del grupo terrorista parece irreversible ya que todos sus líderes han sido arrestados o murieron en los combates de los últimos meses”.
Imaginemos que, para elegir al ganador de un concurso literario, un jurado integrado por cinco personas debe votar entre dos finalistas. Si los tres primeros individuos que votan escogen al mismo candidato, el resultado de la votación ya es irreversible: por más que los dos votantes restantes opten por el otro postulante, será imposible alcanzar una igualdad o dar vuelta la tendencia.
La muerte también es irreversible: una vez que un ser vivo muere, no hay ninguna posibilidad de que reviva. Por eso las resucitaciones pertenecen al ámbito de la ficción o de la fe, ya que desde la ciencia no existe ninguna manera de conseguir que una persona fallecida recupere su estado vital.
Enfrentarse a la naturaleza irreversible de la muerte es uno de los desafíos más difíciles para nuestra especie, en particular para la mayoría de las culturas occidentales, que toman este punto de nuestro paso por el mundo como una desgracia en lugar de aceptarlo como algo que todos atravesamos tarde o temprano. Todo comienza por el deterioro físico, cuando dejamos atrás «la flor de la edad», esa etapa que generalmente dura desde los veinticinco hasta los treinta y cinco años en la cual podemos alcanzar nuestro máximo potencial y nuestro estado físico es el mejor de toda nuestra vida.
Para aquellas personas que se preocupan por trabajar su cuerpo, el esfuerzo necesario para conseguir el mismo objetivo crece de manera progresiva con el paso de los años, y se vuelve especialmente difícil a partir de la cuarta década. Esto no significa que no sea posible estar en forma, sino que los músculos responden con menor eficacia según envejecen. El cerebro también va perdiendo velocidad, incluso en las personas más sanas y activas; es inevitable e irreversible, es una pérdida de fuerza y lucidez que la naturaleza necesita para que los ancianos les cedan el espacio a los más jóvenes.
Cuando nos miramos al espejo y comenzamos a notar las primeras arrugas, las primeras canas, o cuando empiezan a aparecer las molestias en la espalda y nos cuesta un poco levantarnos de la cama sabemos que ha llegado ese día indeseado: estamos envejeciendo. Ante esta noticia que pocos quieren recibir hay muchas reacciones posibles, pero la más común es negar la realidad y embarcarse en la absurda guerra contra lo irreversible: cremas, cirugía, gimnasia que nunca habíamos practicado, un cambio de vestuario por uno más juvenil y tinte para el cabello, entre otras muchas tácticas.
Pero nada de esto nos puede devolver la juventud. Cuando perdemos a alguien cercano la falta de aceptación puede conducirnos por un camino aún más escabroso, y hacernos caer en una depresión que acabe con nuestras ganas de vivir. Está en cada uno aprender a aceptar el envejecimiento y la muerte antes de que la negación se vuelva nuestro peor enemigo.
Tomemos el caso de una escultura de madera que se incendia. Las llamas hacen que la pieza se convierta en cenizas, desintegrándose. La destrucción de la obra, por lo tanto, es irreversible, debido a que no resulta viable reconstruirla a partir de partículas diminutas que experimentaron un cambio estructural definitivo.