El vocablo latino longanimĭtas llegó al castellano como longanimidad. El término se emplea para aludir a la tenacidad de ánimo al hacer frente a los problemas.
La longanimidad, por lo tanto, se asocia a la perseverancia. Otro uso del concepto está vinculado a la generosidad y a la bondad.
La noción suele utilizarse en el terreno del catolicismo con referencia a la cualidad que lleva a una persona a mantener su fidelidad a Dios y a sus preceptos en el largo plazo. En este marco, se considera que la longanimidad es un don que obsequia el Espíritu Santo.
Gracias a la longanimidad, el creyente acepta los tiempos que prevé Dios para el cumplimiento de las metas propuestas. De esta forma, el individuo sabe que, más allá de las dificultades e incluso de los errores propios, podrá cumplir sus objetivos espirituales si mantiene su esfuerzo y compromiso.
La doctrina cristiana sostiene que aquel que trabaja para que se cumpla la voluntad divina nunca lo hace en vano. La longanimidad es la propiedad que posibilita conservar la esperanza y continuar con la lucha cotidiana.
Quien no tiene fe en Dios, carece de longanimidad y se abraza al pesimismo. En cambio, afirma el cristianismo, el longánimo tiene plena confianza en Dios y en la ayuda divina por lo cual se apega a la tolerancia.
Más allá de lo religioso, la longanimidad revela fortaleza para revertir una mala situación. A partir de la longanimidad, el ser humano no se rinde y conserva el buen ánimo incluso en la adversidad.
Si bien a simple vista puede parecer un simple sinónimo de perseverancia, existen varios aspectos que acompañan la longanimidad de manera indisoluble y que nos pueden ayudar a entender su importancia como concepto. Antes de continuar es necesario entender que la decisión de continuar intentando alcanzar nuestros objetivos no debería ocurrir «porque sí», de forma automática o sin sentimientos, sino como resultado de la esperanza, de la fe depositada en nosotros mismos o en Dios, dependiendo de las creencias de cada persona.
Seguir adelante más allá de los obstáculos revela precisamente una de las virtudes que se mencionan en la definición que nos brinda la Real Academia Española: «grandeza». Este término, por su parte, se puede definir de varias maneras; entre sus acepciones tenemos las siguientes: «tamaño excesivo de una cosa con respecto al de otra del mismo tipo», «poder y majestad», «excelencia moral, elevación espiritual». Si bien sabemos que es la última la más adecuada para entender la relación entre la grandeza y la longanimidad, las otras dos pueden servirnos para ahondar un poco más.
Comencemos por la comparación entre el tamaño de una cosa con el de otra de la misma clase: cuando nos enfrentamos a una situación muy difícil de superar, nuestros miedos pueden representarse de muchas maneras, lo mismo que sucede con nuestra perseverancia; si pensamos que ambas son dos caras de una misma moneda (que seríamos nosotros), entonces la longanimidad podría ser la capacidad o la voluntad de engrandecer la cara que nos lleva a seguir intentándolo, para que supere en tamaño a la otra, esa que nos desanima y pretende que bajemos los brazos.
El poder y la majestad también se relacionan con esta analogía, ya que por medio de la longanimidad accedemos al control de nuestra propia existencia por encima de cualquier problema. Otro concepto que aparece vinculado es la constancia, que resulta esencial para revertir la falta de equilibrio antes expuesta entre las dos caras de una situación negativa: solamente si enfocamos todos nuestros esfuerzos hacia nuestro objetivo final y avanzamos sin descanso es que podremos triunfar.