El odio es la antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien. Se trata de un sentimiento negativo que se canaliza en forma de deseo del mal para el sujeto u objeto odiado.
El odio está vinculado a la enemistad y la repulsión: las personas tratan de evitar o destruir aquello que odian. En el caso del odio hacia otro ser humano, el sentimiento puede reflejarse a través de insultos o agresiones físicas.
El odio y el amor
Por lo general, se considera que el odio es lo opuesto al amor. Hay quienes creen, sin embargo, que del odio al amor hay un paso (y viceversa), ya que el odio siempre está dirigido hacia alguien que se considera importante y que moviliza al individuo. En este sentido, lo contrario al amor sería la indiferencia y no el odio.
Precisamente, el odio no deja de ser un lazo con la otra persona, aunque no sea uno sano sino que represente una profunda decepción y, muchas veces, un deseo de venganza. Independientemente de las frases hechas, en la mayoría de los casos realmente se odia a quien se haya amado o al menos respetado muchísimo, y por eso se relacionan estos sentimientos aparentemente opuestos.
El odio no siempre es irracional. Es normal odiar a quien nos hace sufrir o amenaza nuestra existencia. Por ejemplo: «Odio a los asesinos de mis padres», «El funcionario que robó el dinero que iba a ser destinado a la construcción de un hospital se ganó el odio del pueblo«. Lo que resulta sano es transformar esa energía negativa en una acción positiva (exigiendo justicia, en el caso de los ejemplos mencionados).
El vínculo con los padres
Los padres se encuentran entre las primeras personas que podemos llegar a odiar, aunque más no sea de forma pasajera para «entrenarnos» en este sentimiento tan amargo.
La relación con ellos es única e irrepetible, porque son los primeros adultos que conocemos, nuestra referencia para el futuro, quienes nos protegen y nos enseñan nuestras primeras palabras, a caminar, a leer y escribir, etcétera. Los consideramos dioses, seres perfectos que jamás nos fallarán; cuando lo hacen, la decepción es imposible de contener, y muchas veces se convierte en odio.
Del odio a la violencia
La violencia suele ser una consecuencia del odio. Cuando un Estado está a punto de declarar una guerra, suele promover el odio hacia el enemigo entre los ciudadanos y los soldados. De esta manera, las acciones violentas aparecerán como justificadas y no generarán rechazo o sentimientos encontrados en la sociedad.
Esta estrategia es tan común como retorcida, ya que implanta en pueblos enteros el odio contra otros al punto de que éste se convierta en una herencia casi genética, que se reproduce generación tras generación hasta perder el sentido, uno que probablemente nunca haya tenido. No es razonable odiar a todo un país, pero las guerras consiguen esto y mucho más.
No existe una gran diferencia entre este fenómeno y el desarrollo del racismo, el sexismo o cualquier otra forma de desprecio, que se convierte en un sentimiento tan arraigado como el odio. De hecho, se usa este concepto para resumirlo en una palabra, en parte porque las acciones de las personas racistas y sexistas son muchas veces extremadamente violentas, como si estuvieran buscando una venganza: disparar a alguien de otra raza o apedrear a una persona con una sexualidad diferente a la propia son dos ejemplos que demuestran la existencia de sentimientos negativos, y no una mera diferencia de gustos o ideas.
Más arriba se menciona la indiferencia como un posible vértice opuesto al amor, y eso se puede entender al comparar lo que sentimos por nuestros amigos y por un extraño que pasa por la calle. Cuando a una persona racista le hierve la sangre porque ve a un extraño cuyo color de piel es diferente al suyo, la situación es preocupante.