La porcelana es una especie de loza fina que fue inventada en China entre los siglos VII y VIII. Se trata de un producto cerámico que suele ser blanco, translúcido, compacto y duro.
La pasta que compone la porcelana -término con origen etimológico en el italiano- cuenta con cuarzo (un material muy abundante en la superficie terrestre), caolín (mineral sedimentario) y feldespato (que aparece en la mayoría de las rocas de la corteza). El proceso de producción comienza con la obtención del bizcocho, a una temperatura de entre 850ºC y 900ºC. La segunda cocción permite alcanzar el vidriado (1175ºC a 1450ºC) y, en algunos casos, se realiza una tercera cocción con pigmentos para decorar los productos a través de la acción de óxidos metálicos calcinados.
La porcelana en el mundo occidental
El explorador y mercader Marco Polo (1254–1324) fue quien habló por primera vez en el mundo occidental acerca de la porcelana. Los historiadores destacan, de todas formas, que las primeras importaciones comerciales de esta cerámica en Europa tuvieron lugar recién a mediados del siglo XIV.
Los europeos pasaron muchos años tratando de descubrir la fórmula para la fabricación de la porcelana, alcanzando diversos grados de éxito. Luego de un arduo trabajo, dieron con el modo de reproducir su elaboración, para ya no depender de la mano de obra china.
Por extensión, el término porcelana se utiliza para referirse a las vasijas o figuras realizadas con dicho material. Por ejemplo: «Mi tía me regaló una porcelana bellísima para adornar la mesada», «José María se vio obligado a vender las valiosas porcelanas de su familia para hacer frente a los problemas financieros».
Una clase de piel
El ser humano es la única especie de este precioso planeta que parece estar a disgusto con quién es; es cierto que cuesta ver fealdad en un lobo, un águila o un tigre, pero nunca los hemos visto maquillando sus caras, o intentando verse más jóvenes. Nosotros, en cambio, hacemos eso y mucho más; muchas veces, dejando pasar gran parte de nuestra vida mientras transitamos ese absurdo camino que lleva a la perfección superficial.
Los medios de comunicación son expertos en transmitir un mensaje de autosuperación estética: «puedes verte mejor; así que ¡hazlo!». La enfermiza necesidad de ser flacos lejos está de ser el peor de los objetivos, sobre todo porque en ese caso en particular existe una delgada línea (valga el doble sentido) entre el sobrepeso y los problemas de salud. El verdadero enemigo de la gente es la misión de tener una piel lozana, como la de un niño recién nacido, ¡durante toda la vida!
Diversos productos con nombres más que sugestivos hacen alusión a dicha urgencia por verse siempre jóvenes, sin arrugas, ni manchas, ni marcas de ningún tipo. Y nadie pone en duda la efectividad de muchas de esas cremas y lociones faciales, pero es importante señalar que su acción tiene un límite, el cual comienza en aquellas pieles muy maltratadas, muy desafortunadas, que poco tienen en común con las que ostentan las artificiales modelos en televisión.
¿Qué pasa con esas personas que no tienen las mismas posibilidades que ese pequeño porcentaje de seres ligeramente defectuosos? No todos podemos tener una piel de porcelana, y los fabricantes de productos de belleza bien lo saben, pero no dudan en jugar con la ilusión de los consumidores; y lo hacen de una forma muy retorcida, prometiéndoles que finalmente dejarán su «horrendo aspecto» atrás, para lucir un cutis aceptable socialmente.
A pesar de los aislados escándalos relacionados con los excesivos retoques de las estrellas que promueven la búsqueda de la perfección (véase Julia Roberts), hemos llegado a un punto en el cual el público mismo parece disfrutar de ser despreciado en pos de la belleza manipulada que proponen los medios.